El mundo de los profesores y las profesoras ( aprender a conocerlos para entenderlos)
Lecciones aprendidas por La Omega
Se apodera de ti la sensación real pero a la vez engañosa de que el tiempo no pasa ya que los alumnos tienen siempre las mismas edades. Pero es una impresión falsa. Los alumnos, efectivamente, llegan con la misma edad, pero tú, en cambio, cada curso has envejecido un año más.
Y que el tiempo pasa lo notas por aquel alumno que te dio tanta guerra, Lucas San Juan, que ahora es vinatero y tiene dos hijos que pronto serán tus alumnos. Te saluda con afecto y te presenta a su mujer, este fue mi profesor de Ciencias, me tuvo que aguantar dos años. Sabes que los que han sido los alumnos más difíciles son los que con el tiempo te van a apreciar más. Por lo que les tuviste que aguantar.
Otro día te encuentras a Carlos López, aquel alumno cretino que siempre se estaba quejando por las notas y después apenas te saluda. Ahora dirige la sucursal de un banco. Un día de estos quizás tienes que ir a pedirle un crédito. No te gustaría. Tienes la impresión de que hace como que no te conoce, que no te ve. No recuerda los esfuerzos que tuviste que hacer para que aprobara. Ahora parece mirarte un poco por encima del hombro, mira, el profe de ciencias, ahí sigue aguantando a los mismos alumnos.
Sigue igual, por tanto no ha mejorado.
Y tiene razón, sigues igual, seguimos igual, o no, peor. Quejándonos de que los alumnos de ahora no saben decir una frase sin soltar una palabrota, o no saben expresar un sentimiento sin decir algo soez. Sabes que cada vez saben menos y no tienen ninguna curiosidad por aprender.
Los currículos cambian para que todo siga igual, no, igual no, peor. Las rutinas tienen un efector devastador sobre el conocimiento. Sí, pero las rutinas son necesarias para que la vida escolar funcione.
No recuerdo exactamente quién empezó, pero estuvimos contando anécdotas de clase que con variaciones se contaban en todos los institutos y que ya no se sabían si eran leyendas que habían crecido a partir de pequeñas historias o hechos tan irreales como verosímiles.
Recordamos los motes de nuestros antiguos profesores (que algunos serían compañeros): Don Orfeo, el profesor de música que se dormía en clase; Don Condón, al que los alumnos le llamaban así porque exigía que le tenían que llamar “Don Juan con-don”; la Nancy, porque cada día “llevaba su modelito”; Don Crispín, porque una vez dijo que le estaban “crispando”; Don Yomismo, porque decía que él era auténtico, y otros más crueles como John Doss Pasos o El Engañabaldosas, a Juan, el profesor cojo de inglés, o El Pulpo, al cura que siempre estaba sobando a los alumnos…
Yo les conté, sin poner nombres — fue Ana Mari la que me tiró de la lengua— historias del limpiador que fumaba porros en los pasillos o la última juerga organizada por Lino, el bedel. Según lo contaba miraba de reojo para comprobar las reacciones de Sara. Podía ser que no le hicieran tanta gracia sabiendo que su hija estaba en ese instituto objeto de las anécdotas. Me tranquilicé al comprobar que reía y que su risa no parecía fingida. Al mismo tiempo parecía que descubría otra personalidad que hubiera tenido oculta bajo un disfraz de aparente seriedad.
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Alterado volví a releer la denuncia desde el principio y me di cuenta que todas las alegaciones apuntaban “por acción o por omisión” contra mí actuación en todo lo referente la viaje de estudios. Tras una prolija y sesgada relación de los hechos venía a hacer un recuento de todos los errores que yo habría cometido.
Que no se habían pedido los pertinentes permisos a algunos padres. En el caso de Elsa era cierto, pues solamente se lo habíamos enviado a la madre, la que tenía la custodia legal.
Que no habíamos tomado las medidas necesarias para controlar el consumo de alcohol y drogas. Si lo hicimos fue tarde y después de que hubiera ocurrido el desgraciado incidente.
Que no llevábamos los seguros escolares preparados. Si que los llevábamos,— me lamentaba yo— pero con la precipitación nadie se acordó de presentarlo.
Que no le habíamos avisado cuando ocurrió todo. No era cierto, intentamos llamarle, pero no respondía. No teníamos ninguna prueba de que le hubieramos intentado llamar.
Que habíamos sacado a Elsa sin que se le hubiera dado el alta, poniendo en riesgo su vida. Era cierto que, (ingenuos y confiados) nos fuimos de allí sin que nos dieran ningún papel con el alta médica.
Y que además —para colmo decía yo para mí— yo (que había pretendido hacerle un favor) la había llevado en mi coche poniendo (supuestamente) en grave riesgo su vida pues la había llevado de vuelta a casa sin las debidas cautelas medicas (y otra vez) poniendo en grave riesgo su vida. Con el agravante —añadía el firmante de la denuncia— que el día anterior yo había estado en una cata y posterior comida regada con “abundante variedad de vino y licores” de lo que numerosos testigos podían dar fé.p. 163