Reflexión del experto, Ángel Zárate

He de comenzar, como no podía ser de otra forma, reconociendo la labor desarrollada por tantos y tantas profesoras a lo largo de su vida profesional. Casi siempre una labor callada y abnegada, y por eso más meritoria, si cabe. Todos hemos conocido en nuestra vida de estudiante ejemplos de docentes que nos han marcado y dejado algún tipo de huella indeleble en la memoria. Los recordamos por diferentes razones: por lo que pudimos aprender, por cómo nos hicieron aprender; por la entrega a su profesión o, en otros casos, por el afecto y cariño con que nos trataron, o por los valores que nos transmitieron. Es cierto también, que otros se han difuminado de nuestro recuerdo, probablemente porque no supieron tocar la tecla que nos emocionara, o no percibimos ilusión en su trabajo. Pero qué duda cabe de que también aprendimos de ellos.

Quienes nos dedicamos a esta profesión sabemos que lo que somos como profesores y profesoras, en buena medida lo hemos aprendido de quienes nos precedieron. Al mirar en el espejo de su vida profesional hemos visto la experiencia vicaria de sus modos y maneras. Un buen hacer que ha enriquecido nuestro bagaje de recursos profesionales, pero también nuestra personalidad como docentes.

En ocasiones se ha achacado a la profesión docente que se ocupase solo de comprobar los frutos obtenidos; es decir, certificar los conocimientos de sus alumnos, sin considerar suficientemente la necesidad de trabajar para que ese “árbol” plantado a comienzos de curso amplíe sus raíces, se nutra por sí mismo, crezca frondoso y, como consecuencia, dé sus mejores frutos. Todas las personas educadoras saben que del cuidado y atención que presten a su retoño dependerá la cosecha que se obtenga.

En mi opinión, la mayoría de los docentes se han preocupado por instruir a su alumnado, pero también por educarlo. Si hablamos de simple instrucción, nos referimos a la mera transmisión de conocimientos por el profesor o la profesora y a su asimilación por el alumnado. La educación supone mucho más: emociones, sentimientos, y valores. Se trata de abordar de manera global e íntegra la construcción y el desarrollo de la personalidad del estudiante.

Siempre ha habido profesores y profesoras que, a la par de instruir en los conocimientos de las materias, han preparado y abonado el terreno para el mejor crecimiento personal de sus pupilos y pupilas; es decir, han educado en la responsabilidad, la integridad, la solidaridad o el respeto. Han buscado que su alumnado aprendiese a hacer y conocer cosas, pero también a ser mejores personas y a convivir con los demás.

Los profesores y profesoras, además de la experiencia acumulada y del ejemplo recibido, disponen de la pátina protectora que les confiere su formación didáctica y pedagógica. Bien es cierto que a veces ha sido una formación escasa de partida, pero que se ha compensado con una gran voluntariedad y dedicación profesional, unas veces recibiendo formación complementaria, y otras con una reflexión constante sobre la propia práctica.

Si lo analizamos detenidamente veremos que incluso esto no es suficiente hoy en día. El desempeño de la profesión docente, aparte de una buena preparación de salida, exige una actualización constante y permanente a lo largo de toda la vida profesional, con el simple objeto de no quedarse relegado y adaptarse mejor a las cambiantes circunstancias del mundo actual.

Los conocimientos y teorías pedagógicas han evolucionado enormemente en las últimas décadas, siempre al albor de unas transformaciones sociales de envergadura, que han creado, por qué no decirlo, un cierto desasosiego profesional incrementado en nuestro país por la incapacidad de los políticos y políticas de consensuar un marco teórico y curricular estable con el que poder desempeñar la labor docente de acuerdo a las exigencias de nuestro tiempo.

Para ser consciente de lo que la sociedad actual demanda de un profesional de la enseñanza, no queda más remedio que retrotraernos y repasar los cambios sociales y culturales acontecidos con perspectiva histórica.

DibujoAsí, vemos que el objetivo de la primera Enciclopedia, publicada a finales del siglo XVIII por Diderot y D’Alembert era reunir todo el conocimiento disperso. Se concebía el saber como algo sólido y acumulable, por lo que era inevitable ayudar a la memoria personal de cada cual con una compilación y organización de los conocimientos.

A lo largo del siglo XIX se aceleraron los descubrimientos, se incrementaron las teorías y prosiguió la acumulación del conocimiento. Pronto se hizo evidente que la totalidad del conocimiento era inabarcable a nivel individual. Pero la verdadera inflexión no llegó hasta mediados del siglo XX, cuando se llegó a concluir que no hay más verdades que las interpretaciones que hacemos de ellas. Toda percepción, teoría saber, o conocimiento es una reconstrucción o interpretación personal. La única certidumbre es reconocer los límites del conocimiento, en un escenario como el actual en acelerada y constante transformación.

Hace nada, cuando nuestros abuelos y abuelas eran jóvenes, nadie era capaz de intuir la revolución tecnológica que se avecinaba. En un tiempo asombrosamente breve se ha creado, con la denominada civilización tecnológica, un entorno global diferente al que hemos de adaptarnos rápidamente.

Pierre Lévy[1] utiliza la imagen gráfica del Diluvio Universal para describir esa nueva civilización como una situación sobrevenida que nos inunda y que parece ahogarnos. Afirma, asimismo, que esta enorme avenida de las aguas de la cibercultura no parece que vaya a descender, sino todo lo contrario, y previene que si queremos para nuestros alumnos entornos en los que puedan desarrollarse plenamente dando sentido a sus vidas habrá que construirlos con otros parámetros.

Conocer y pensar ya no es llegar a una verdad absolutamente cierta, sino que es contemplar la incertidumbre. No es acumular conocimientos sino aprender a aprender, que no deja de ser una de las afirmaciones más repetidas en la literatura pedagógica actual, y para lo cual es necesario aceptar un entorno cambiante sin referencias fijas a las que asirse, ya sean históricas, cognitivas, biológicas, culturales o de otro tipo.

Todo ello nos lleva a hablar de cambio de época más que de una época de cambios. Si tenemos esto presente podremos sentirnos actores y partícipes de nuestro tiempo, tenderemos a calibrar bien las necesidades de nuestro alumnado y a ser conscientes de las posibilidades didácticas y educativas del escenario global que tenemos enfrente. Aprender a aprender supone, además, aprender a observar la realidad, a reflexionar sobre ella, juzgarla, revisarla, formular propuestas; y también a reconocer los errores, a rectificar, a intentarlo de nuevo, a dialogar, interactuar con otros, a relativizar mi posición y a ser responsable y consecuente con mi actuación.

Esto no indica, como pudiera parecer, debilidad e inseguridad sino que delimita una nueva concepción de nuestra personalidad que paradójicamente será muestra de un buen grado de madurez.

Si como profesorado queremos preparar para la madurez personal, deberemos dotar a nuestro alumnado de un bagaje emocional que conlleve una actitud de cuestionamiento permanente y búsqueda continua, lo que le permitirá afrontar mejor ese grado de permanente incertidumbre.

Esta nueva forma de educar, requiere la búsqueda de un modelo de profesión docente que asuma nuevas competencias profesionales en el marco de un conocimiento pedagógico, científico y cultural revisado. Es decir, esta nueva época requiere un modelo-profesor diferente. No sirve la visión tradicional del desempeño de la profesión docente que se caracterizaba por el conocimiento objetivo de las distintas disciplinas y para el que disponer de un conocimiento formal era equivalente a poder enseñarlo.

Para el profesorado de hoy no es tan relevante la transmisión de un conocimiento inmutable y formal como ir construyendo un conocimiento que no ha de aspirar a ser definitivo. Es más importante adaptarse al contexto en el que se aprende y adoptar las propuestas metodológicas más adecuadas en cada caso y circunstancia. Trabajar desde el contexto también supone reconocer la importancia que tiene para la docencia actual el aprendizaje de la relación, la interacciones en el grupo o fuera de él.

En definitiva, la enorme complejidad social y educativa de la educación actual aboca a una profesión docente menos individualista, más generosa, colectiva y colaborativa, que relegue las concepciones más tradicionales e individualistas de la misma y opte por situaciones que fomenten el análisis y la reflexión sobre la práctica. Es preciso abrir las puertas del aula, reflexionar, interpretar, debatir e intercambiar ideas, para lo que la Red ofrece enormes posibilidades y recursos.

12 Nubes puede ser una buena muestra de ello; un foro de intercambio y difusión de opiniones experimentadas y propuestas audaces sobre la educación actual. Mucha suerte para esta interesante iniciativa.

[1] Pierre Lévy. La cibercultura, el segon diluvi? Barcelona, Proa, 1998.

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